TEXTO: MARTA MOREIRA FOTOS: ROBER SOLSONA, MIGUEL MUÑIZ
VALENCIA. Un inmigrante debería ser como un Baobab, con sus raíces
(culturales) bien hundidas en la tierra y sus ramas muy extendidas (hacia la
civilización de acogida). Esta reflexión alegórica, atribuida al ex presidente
guineano Leopold Sedar Senghor, es compartida por muchos extranjeros que han
logrado superar las tribulaciones del éxodo para hacerse un hueco profesional y
social en España. Dos de ellos han compartido con ABC su historia.
El caso de Faty Dembel se cuenta entre los que han convertido su estancia en
otro país en una oportunidad para progresar y aportar a la sociedad de acogida
los rasgos positivos de su propia cultura. La soltura lingüística de este
senegalés -que ya incluso chapurrea el valenciano-, así como su lucidez para
reflexionar acerca de la situación actual de la inmigración es en sí misma una
lección de superación de las que nunca ocupan los telediarios.
«Empezar de cero»
Faty llegó a España hace diez años como muchos otros jóvenes senegaleses,
tocando la percusión en un grupo de música. Cuando su visado expiró a las tres
semanas, «empezar de cero» era un reto al que quiso tomar el pulso. Pero como
ocurre a los que llegan a las costas canarias en cayuco, pisar tierra firme es
sólo el principio de una aventura para la que no les habían preparado, la de no
contar con techo, trabajo ni comida. Sobre todo no tener papeles, que es lo
mismo que carecer de identidad.
«Según la televisión, parece que todo el mundo en Senegal quiere venir a
España, cuando no es así -aclara Faty, algo dolido-. Tampoco es verdad que la
gente se muera de hambre en toda África». Lo cierto es que las motivaciones para
lanzarse al mar suelen ser no encontrar trabajo cualificado y sacar provecho del
cambio de divisas (un euro se multiplica en Senegal por 6,50). Pero en este
drama que siembra de cadáveres los fondos marinos, obra sobre todo la falta de
información, «a los que vienen nadie les dice que sin papeles no trabajas»,
asegura.
Su segunda decisión fue apuntarse a clases de español dos horas al día en la
Cruz Roja, «porque sabía que era imprescindible».
El obstáculo del idioma le impedía conseguir trabajo y poder procurarse lo
más mínimo, de modo que fue acogido por Cáritas, donde le ayudaron a conseguir
sus papeles, año y medio después, gracias a un trabajo de empleado del
hogar.
Su actitud despierta le llevó a encargarse posteriormente de la coordinación
de las actividades culturales de la Asociación Ateneo Ruzafa de Valencia, donde
adquirió experiencia para emprender, siete años después, una aventura
empresarial en solitario.
Fue ése el germen de «Casa África», la academia de danza, percusión, clases
de gastronomía, charlas... que ahora gestiona y dirige. Situado en Aldaia, Casa
África es un pulcro edificio de cuatro plantas con una plantilla de profesores a
su cargo. «Fue un proyecto muy madurado. Tenía dos alternativas, o trabajar en
una fábrica, donde sería uno más, o seguir con lo que me gustaba, tener la
posibilidad de vivir mejor y divulgar mi cultura. Puede que tecnológicamente
Senegal esté más desfasado que España, pero culturalmente podemos hablarnos de
tú».
En el extremo opuesto de España encontramos a Víctor Omgba, cuyo perfil se
desmarca de los estereotipos asociados al inmigrante africano. Este camerunés de
39 años llegó a España como lo hacen la mayoría de los inmigrantes, por avión. Y
como tantos otros, cuenta con una formación universitaria -es abogado- y domina
varios idiomas. «En mi país, como en muchos otros africanos, no hay salida
cuando acabas la universidad. Allí el trabajo no depende del mérito sino del
clanismo, así que muchos emigramos por no esperar 16 años a que tenga el poder
un presidente de tu etnia».
Buscó una beca en España, la patria de Lorca, Baroja y Ramón Cabanillas, a
los que admiraba por su rebeldía. Una de sus razones fue que «me di cuenta de
que estábamos muy atrasados. En derecho todavía estudiábamos el Código
Napoleónico de 1800». Al llegar a España la supuesta beca no existía, y sin ella
no podía obtener ni visado ni papeles para trabajar. Comenzaron entonces
momentos «muy difíciles» que cinco años después se tornaron asfixiantes cuando
la Policía le emitió un expediente de expulsión.
Síndrome de Ulises
La depresión del inmigrante, mezcla de soledad, desesperación y estrés (en
muchos casos por la responsabilidad económica que adquieren con sus familias),
se soslaya a menudo, a pesar de ser generalizada y tener un nombre específico:
Síndrome de Ulises. «Fueron cuatro años de vida calamitosa -cuenta Víctor con
apreciable acento gallego-. Acabas deambulando por ahí, pero al final, con
perseverancia y un poco de suerte, encuentras luz, y puedes llegar a
integrarte».
Tras escribir un libro con su historia, que fue publicado por la Editorial
Galaxia, su golpe de suerte llegó cuando el director de un periódico gallego le
contrató como redactor en la sección local. Omgba reconoce que el bagaje
intelectual facilita la integración notablemente, aunque considera que a España
todavía le interesa absorber mucha inmigración de todo tipo. «Estoy convencido
de que en un plazo de diez años no habrá un sólo barrendero español, como en
Francia».